martes, junio 12, 2007

Historia de un SS


(Esta es una historia fictricia y sin sentido político alguno. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, es sólo un maldito cuento)

Con cuidado de no botar las cenizas de tabaco aromatizado en la calle, Hermann Schmidt camina con paso cancino por un anden de la Unter der Lindenstrasse en Berlín y desde donde se podía ver de cara al oriente, la Brandenburger Tör; en sus pasos se reflejan los movimientos de un hombre que lo hizo todo en su juventud y que no se arrepiente sino de lo que omitió hacer. Su físico era admirable, aún para su edad, y conservaba ciertos rasgos de lozanía que en otros tiempos lograron convertir su imagen en objeto de culto; su cabello se resistía a blanquearse, y lo único que las canas lograban hacer en esa cabellera fue hacerla pasar de un rabioso tono rubio a un par de tonos más debajo de la escala. Su porte de 1.85m no lo dejaban pasar desapercibido, aunque para sostenerlos necesitara la ocasional ayuda de un bastón, y sus ojos azules cómo el ónice resaltaban aún más tras unos delgados lentes.

Después de caminar durante un cuarto de hora bajo un despejado cielo de verano, paró un taxi y lo abordó, no sin antes botar la ceniza de tabaco a los pies de un arbusto. Al instante de arrancar, Hermann se dejó perder en las profundidades de su memoria, de un pasado lleno de gloria y fastuosidades monumentales, con una obsesión por la muerte cercana a la locura.

El taxi se detuvo en el corazón del barrio Kreuzberg, frente a un moderno edificio de apartamentos de fachada blanca en donde Schmidt ingresó, pensativo y sin darse cuenta de una extraña presencia que lo seguía y que se apresuró a tomar el ascensor junto a el. Después de un breve intercambio de saludos por cortesía y sin preámbulo alguno, el joven desconocido le espetó una pregunta a ese cansado anciano.

- ¿Usted era un SS, verdad?

El rostro del viejo adquirió rápidamente una tonalidad rojiza y un súbito temblor sacudió su piel arrugada y estriada por algo más que el estrés citadino.

- ¿Cómo se atreve a preguntarme eso?- dijo con un tono poco menos que convincente.

- Mire señor, es una pregunta extraña, pues lo deduje porque una persona de su edad, con sus rasgos físicos no pudo haber pasado desapercibida en el Tercer Reich-, dijo el muchacho, impasible, mientras presionaba el botón del quinto piso en el panel del elevador.

- Ese también es mi piso.

- Lo se, yo iba a visitarlo, pero me ha ahorrado la molestia de ver cómo cerraba la puerta en mi cara.

- ¿Quién es y que quiere?

- Me llamo Böll, Franz Böll, y quisiera saber más acerca de su pasado, y el de media Alemania.

- ¿Por qué razón?

- Llámele… curiosidad histórica.

-

Con un movimiento de cabeza, el octogenario Hermann dio a entender que no le parecía nada mal esa entrevista furtiva, por el contrario, le quebraba la rutina y se podría dar nuevamente importancia recordando una época tan importante para el, así que cuando las puertas del ascensor se abrieron, Schmidt introdujo hábilmente y sin temblores la llave en la cerradura y le dio paso al primer individuo extraño que recibía en su hogar.

Era un apartamento grande y con aroma a picadura de tabaco de vainilla, cómo los que ya no se ven en Berlín de estos días, con un ventanal magníficamente amplio, pero cubierto con persianas metálicas negras, muebles austeros y escasos en el recibidor pero que imprimían cierto aire de dignidad a la estancia. Luego del recibidor, a mano derecha se encontraba un corredor con tres puertas. La espartana decoración no delataba la personalidad de su habitante, cosa que impresionó a Böll, pues esperaba que las creencias de Schmidt se manifestaran en su espacio privado cómo una extensión de su personalidad.

En estas cavilaciones se ocupaba Böll, sin sentarse, en la puerta del recibidor, mientas que el viejo Hermann iba hasta la nevera, traía un par de cervezas y se sentaba en el sillón esperando a que su visitante se sentara, cosa que tardó un par de minutos.

- ¿Y bien?-, dijo Hermann.

- Está bien, iré al grano-, comentó el joven Franz.

- Soy todo oídos.

- ¿Por qué se convirtió en SS?

- Un hombre no se “convertía en SS” simplemente, cómo quien se pone una camisa, un hombre simplemente nacía con la predisposición y esperaba el momento adecuado para poder demostrar lo que es, y ese momento llegó en los años 30. aunque en esa época yo estaba muy niño, mis compañeros de las Hitlerjugend y yo ansiábamos ser parte de esa fuerza que se mantenía ante nosotros cómo valientes guerreros y héroes; ya estábamos hartos de los pantalones cortos y de las inofensivas actividades que ahora emulan con cierto tono homosexual los Boy Scouts, queríamos portar los uniformes negros, el casco de acero y la corbata negra junto con las botas del Wehrmacht además de todo eso, queríamos llevar un arma y poder ser admirados en público y en privado por las muchachas de la Bund Deutscher Mädel, quienes nos ignoraban cómo a simples niñitos, cambiándonos por los cadetes de la Schutz Staffel.

- ¿Cambiaron las cosas cuando lo logró?

- Para nada, lo único diferente era que la guerra casi se aproximaba, el Führer se empeñaba en incorporar la división al ejército y así equiparnos con armas decentes, de esa manera, estuve en la primera promoción de las Waffen-SS las SS armadas, que no eran las mismas que las Allgemeine-SS. De todas formas, éramos la élite de combate y fuimos duramente entrenados para merecer tal denominación, más allá de eso yo ya tenía 18 años y todas mis energías concentradas en mi día del juramento al Führer.

Mientras rememoraba aquello y el nivel de las cervezas disminuía en los recipientes una rápida sucesión de imágenes que se convertía en un recuerdo vívido, transportaba a nuestro envejecido amigo a las filas de la 12º Panzerdivision, el día en que recibió la consagración por parte del mismísimo Reichskanzler Adolf Hitler en la cuidad bávara de Munich, en el Feldherrnhalle.

Ese día se representaba no solo la entrada de nuevos elementos SS, sino el homenaje a los mártires del Partido Nazi, era una fiesta sin precedentes en el Reich y todos querían presenciarla, era el momento más trascendental de su época y a ella no solo acudía el gobierno, sino los más altos y mejor condecorados representantes de las fuerzas armadas, las mejores galas y ornamentos eran vestidos y usados para el solemne evento, en el cual los desfiles, los estandartes rojos con la cruz gamada en medio de un círculo blanco, coloridos e impresionantes, esvásticas representando el nuevo orden, en todo cuanto pudiera abarcar la mirada. Era la parada militar más increíble que imaginarse pudiera, las tropas apostadas en perfecto orden, cómo si fuesen hechas con reglas y escuadras invisibles, mientas que los efectivos que seguían llegando, lo hacían con paso de ganso, y con una coordinación perfecta, al compás de los tambores, redoblantes, dianas y otros instrumentos tocados por la banda militar apostada en una costado.

El ideario nazi y el modelo ario, con sus símbolos y runas estaban presentes en la mente de Heinrich Schmidt que en ese momento pasaba a ser SS Scharführer, un rango de cabo, vistiendo uniforme negro con remates en plata en las costuras, una camisa blanca y una corbata negra, la cabeza iba rematada por un Stahlhelm (Casco de acero), una daga a su costado, la cual tenía una inscripción en la hoja que rezaba: Mein Ehre Heiβt Treue (Mi honor es la lealtad), en el cuello sus insignias de cabo y las runas de la SS junto con el águila imperial, el símbolo oficial del Reich, cosido en el frente y el costado izquierdo de su cazadora y unas botas de cuero negras, claveteadas de caña alta del ejército, al cinto negro rematado con el escudo de su unidad, llevaba una de las pistolas de reglamento, la Luger-Parabellum P.08 y al hombro, en la posición de homenaje a los compañeros caídos, su fusil, un Mauser K98 que era coronado por su respectiva bayoneta calada con sumo cuidado por el mismo. Sentía con toda razón la virilidad de compartir con sus compañeros de armas la expectativa que precede al triunfo glorioso.

En la noche, después de haber ofrendado flores en las tumbas de los dieciséis héroes nazis, construidas cómo un altar y haber recordado sus nombres homenajeándoles con cañonazos, cantaban Ich Hatt’ Einen Kameraden a todo pulmón, cómo una forma de demostrar su dolor y alegría en la lucha de una causa por la que creían que valía la pena morir.

Luego de eso, Hitler, con los estandartes ensangrentados de los mártires, se acercaba a ellos, uncía los estandartes nuevos con las reliquias y les tomaba el juramento de la lealtad a los efectivos de las SS en esa noche fría pero iluminada por las estrellas y las hogueras a manera de los bárbaros germanos que contribuían enormemente a darle un ambiente misterioso y trascendental al gran culto. Después de un momento borroso en su visión, todo quedó en silencio y revestido por un pesado velo.

No había nadie allí, ni siquiera el más leve rastro del tal Franz Böll o siquiera de su existencia; lo que si había era un ambiente frío de repente, una botella vacía de cerveza Warsteiner y otra completamente llena pero destapada y un anciano sentado de ojos cerrados pacíficamente y piel fría que entre las brumas de sus visiones había ido a parar para siempre a su lugar en el Valhalla que, cómo soldado, le estaba legado.